domingo, 28 de noviembre de 2010

Las artes genéticas

Llegó la hora del segundo cuento.


Las artes genéticas es la breve biografía de Emiliano Wolrat, un desdichado artista del futuro que usa la ingeniería genética para crear esculturas vivientes.

Este cuento me ha otorgado varias revelaciones. Una de ellas es que el mal gusto no es monopolio de los mexicanos: en España, Las artes genéticas fue ganador del XVII Certamen Literario Nacional Villa de Periana.

Además, fue publicado en las revistas El Maquinista de la Generación (España) y Próxima (Argentina).


(El cuento puede leerse a continuación o descargarse en formato Word, haciendo click aquí.)




Las artes genéticas


Repudiado y alabado por igual, Emiliano Wolrat es uno de esos artistas reconocidos a destiempo, póstumamente. Hoy sus herederos disfrutan de la riqueza y el prestigio, y a sus mediocres imitadores les basta con algún plagio deslucido para llenarse los bolsillos. Pero la experiencia del propio Wolrat fue muy distinta: para el pionero de lo que hoy conocemos como escultura genética, su carrera fue una inagotable suma de rechazos y persecuciones.


Cuesta creer que todavía se cuestione su figura. No faltan los críticos que descreen de su genio artístico, y le atribuyen sus logros a su origen geográfico. Argumentan que Colin Hignett, y en menor medida Karim Gazeau, habían emprendido, antes que Wolrat, proyectos de similares características. De no haber sido por las duras leyes europeas (dueñas del más moderno conservadurismo) hubieran sido ellos, y no el argentino, los verdaderos pioneros. De ahí que tomen sus logros como un hecho fortuito, producto de la legislación sudamericana, laxa y primitiva. Su conclusión es audaz, pero fácilmente refutable: apenas un vistazo a las mediocres carreras de Hignett y Gazaue basta para advertir que, aun con las leyes a su favor, jamás hubieran cumplido sus desmedidas aspiraciones.


También hay quienes subestiman el vanguardismo de Wolrat. Señalan que, ya en ese entonces, las modificaciones estéticas eran habituales para la ingeniería genética. Las tiendas de mascotas estaban atestadas de animales transgénicos: gatos rojos, perros de dos colas, hipocampos fosforescentes, tortugas con pelaje y conejos con escamas. Incluso se había hecho de esa estupidez una cuestión de estado: por ejemplo, la ciudad de San Salvador era famosa por sus palomas azules, introducidas por el Dr. Emerson Aguirre con el implícito apoyo del gobierno salvadoreño. Pero esas modificaciones eran caprichosas y superficiales, relegaban la estética a un lugar accesorio. Por lo tanto, cuestionar el carácter innovador de Wolrat, más que probar la perspicacia de los analistas, evidencia su ignorancia. Son esas imprecisiones las que me mueven a escribir estas líneas. Espero que mi humilde reseña ayude a desterrarlas.


Muchas bibliografías se empeñan en demostrar la prematura inclinación de los artistas por sus disciplinas, como si la vocación fuera sinónimo de talento. No es el caso de Wolrat: su interés por la plástica nace cuando es un estudiante universitario. Esta primera incursión es breve: a las pocas semanas abandona los pinceles para focalizarse en la carrera de ingeniería genética. De ese período quedarán unas pocas pinturas, de dudosa intención y aún más dudoso resultado.


Recién cuatro años después, sus dos pasiones (aparentemente irreconciliables) confluirán en un mismo proyecto. Describir los resultados de esa iniciativa sin desarrollar su base teórica es un error común de la prensa, que no imitaré. Para dicho fin, la analogía que establece Wolrat entre la historia del arte y la maduración del hombre (que los docentes de plástica repetirían holgazanamente) podrá sonar despectiva y presuntuosa, pero es innegablemente didáctica.


Según el escultor rioplatense, el arte nace de la atracción del hombre por la naturaleza. Del deseo de imitar su belleza y hacerla propia, se origina la plástica. El hombre recorrerá siglos enteros con ese anhelo, desarrollando un período que Wolrat equipara con la infancia: el niño (la humanidad) admira a su padre (la naturaleza), aspira a ser como él. Pero esa actitud cambia cuando llega la adolescencia y el aprecio es reemplazado por la rebeldía. El joven intenta distanciarse de su viejo modelo, desoír sus preceptos. Lo único que importa es diferenciarse, aunque sea superficialmente: la trasgresión no es un medio sino un fin en sí mismo. En la historia de la plástica, la adolescencia es el arte abstracto: los autores reniegan de la naturaleza, escapan de sus formas. Pero para Wolrat, ese período, como la adolescencia, no es un destino definitivo sino una mera evasión. En la verdadera etapa final (la adultez) el hombre se desprende de la influencia paterna: no la apoya ni la resiste, recorre un camino propio. Esa independencia lo lleva, inevitablemente, a modificar el mundo de sus padres. El equivalente a ese período en la historia del arte es, según Wolrat, la escultura genética. Una etapa donde el hombre ya no imita ni escapa de la naturaleza: la gobierna y la modifica, le impone su propia estética.


Para alcanzar esa autonomía, Wolrat se propone analizar, objetivamente, el mérito artístico de los organismos naturales. Rápidamente advierte que la anatomía de todo ser vivo está determinada por un criterio utilitario. Bocas, ojos, manos, colas, dedos, uñas, picos, penes, orejas, dientes, vaginas y escamas no son más que funcionales a fines biológicos. Por ende, su valor estético es más un accidente que una consecuencia de su diseño. En ese momento, Wolrat decide que sus creaciones no respetarán esos parámetros sino otros, acordes a sus objetivos artísticos.

Esa conclusión será la base teórica de su futura obra. Pero para plasmarla, necesita una técnica. Así comienza, a los veintiocho años de edad, una etapa en la que Wolrat se dedica a construir, a través de la manipulación genética, organismos inmóviles que sobrevivan con la menor cantidad de órganos internos posibles. Su objetivo es reducir la estructura interna al mínimo para diseñar la estructura restante con libertad. Es un proceso extenso, cuya complejidad excede mis limitados conocimientos de biología (para una descripción metódica y detallada, sugiero la lectura de The Fundamentals of Living Art del canadiense Reid Sharpe). Casi dos décadas de bocetos y piezas inconclusas le cuestan a Wolrat superar esa etapa de preparación y liberar, finalmente, su reprimida creatividad.


Su primera muestra (financiada por el mismo) tiene lugar en una pequeña galería de San Telmo. El objetivo de esa exposición, titulada El nacimiento de la geometría, es modesto pero emblemático: esculturas de aspecto simple y geométrico sintetizan el propósito de toda su obra: la humanidad imponiéndole sus propias formas a la naturaleza. La línea recta y todas sus derivaciones, creaciones artificiales del hombre, dejan de ser objetos inanimados para transformarse en formas vivientes. La contundencia de su mensaje, así expresado, parece indubitable. Pero el público no lo percibe y la exposición pasa inadvertida durante varias semanas. Los pocos periodistas que la visitan lo confunden con un escultor minimalista y ni se molestan en escribir una reseña.


A lo largo de la historia, muchos críticos se han atribuido el dudoso mérito de descubrir a tal o cual artista. A Wolfat, sin embargo, no lo halla la crítica sino la ecología: días antes de finalizar la muestra en San Telmo, un grupo de ambientalistas se manifiesta contra su obra, calificándola de cruel y atroz. Su número es escaso, pero lo compensan con cánticos agresivos y contundentes proyectiles que aterrizan sobre la galería. Wolrat, atemorizado, se atrinchera en su propia exposición, esperando que los ánimos se apacigüen. Pero cuando las horas pasan sin tregua, decide salir a la calle y confrontar a sus detractores. Intenta señalarles que sus esculturas no tienen conciencia ni sentimientos, pero su discurso es interrumpido por una lluvia de botellas y pancartas. La trifulca es breve, porque la policía no tarda en apersonarse y disgregarla. Pero por más modesto que haya sido el incidente, los medios locales logran magnificarlo. Wolrat es un blanco fácil y la crítica, que años más tarde lo celebrará, lo vapulea. La polémica es intensa, aunque tras unos chatos debates mediáticos (de los que Wolrat no participa) se evanesce. Los meses posteriores transcurren en un silencio absoluto: el escultor no se muestra públicamente y sus opositores se regocijan imaginando un retiro prematuro. Pero Wolrat, lejos de rendirse, prepara una nueva muestra.


Esa segunda exposición, titulada Variaciones, está integrada por figuras antropomorfas, simplificaciones del cuerpo humano en las que confluye la anatomía real del hombre con la simpleza geométrica de su muestra anterior. Los desprevenidos las confunden con caricaturas, pero se equivocan: no son representaciones sino auténticas modificaciones de la anatomía humana. Wolrat ha tomado la complexión del hombre como borrador para crear variaciones de carne y hueso, tan orgánicas como el original. El resultado es una serie de organismos con componentes alterados (ojos cuadrados, dientes negros, brazos en espiral), suprimidos (caras sin ojos, manos sin dedos, cuellos sin cabeza), magnificados (pies gigantes, cabezas diminutas, uñas largas como brazos) o multiplicados (lenguas con doce puntas, cabezas con cuatro bocas, ojos con varias pupilas).


Esas imágenes, artificiales pero materializadas en cuerpos vivos, escandalizan al público. Los detractores se sienten desafiados y redoblan sus ofensivas: destrozan el frente de la galería y realizan una manifestación frente al domicilio de Wolrat. Todo esto ocurre en una semana insípida a nivel informativo y los medios, faltos de noticias, llenan el vacío con la polémica muestra. Rápidamente, la controversia pierde su localismo y se extiende a todo el mundo. En cuestión de días, científicos y críticos de arte se encuentran en la extraña posición de discutir entre sí. Con aún mayor sorpresa, descubren que opinan básicamente lo mismo. El repudio hacia Wolrat es casi unánime. Greenpeace y Friends of the Earth lo denuncian, y la débil voz del papa lo condena. La Unión Europea tilda sus prácticas de atroces y critica duramente la legislación argentina por consentirlas. Cuando chinos, rusos y norteamericanos siguen los mismos pasos, el Congreso de la Nación Argentina, frente a la abrumadora presión diplomática, aprueba una ley que las proscribe.


Las consecuencias para Wolrat son previsibles: la prohibición (como siempre sucede) lo populariza. Las fotografías de sus esculturas saturan Internet y el artista argentino se vuelve, de la noche a la mañana, una figura de culto. Los imitadores no tardan en aparecer, pero la mayoría fracasa: la escultura genética requiere una pericia y una tenacidad que sólo algunos virtuosos poseen. Para esos pocos, el porvenir no es más favorable: sus oficinas son clausurados y ejemplificadoras condenas los ponen tras las rejas.


Wolrat sabe que es hora de redoblar la apuesta, pero continuar con sus actividades en Buenos Aires es imposible. Con varios procesos judiciales en su contra, parte hacia el norte y cruza ilegalmente la frontera con el Paraguay. Wolrat fantasea con un nuevo laboratorio en suelo guaraní, pero sus planes cambian pronto. Sus asesores lo convencen de instalarse en el país vecino de Bolivia, en parte por la permisividad de su sistema judicial, pero principalmente por el apoyo económico que le ofrece Roberto Huanquilla, un polémico empresario vinculado al narcotráfico. Gracias a su mecenazgo, Wolrat construirá, en la selvática región de Los Yungas, un laboratorio a su medida. Instalado en ese atelier secreto, retomará su obra tras dos años de forzada inactividad.


En esta nueva etapa, su propuesta creativa se mantiene, pero cambian sus métodos de difusión. Ya no se dedica a las muestras públicas que tan traumáticas le han resultado, sino a la venta privada, muchas veces por encargo, de sus obras. La ilegalidad casi universal de la escultura genética lo fuerza al contrabando y no son pocas las piezas que quedan en el camino, confiscadas por alguna autoridad aduanera. Esas dificultades transforman las esculturas de Wolrat en un signo de poder: poseerlas es haber vulnerado los más estrictos mecanismos de control. Los elevados precios refuerzan esa impresión y restringen la clientela. Pocos pueden pagarlos, pero están ahí: son magnates de los más diversos rincones del mundo.


Gracias a esa afluencia económica, Wolrat desarrollará el período más extenso y prolífico de su carrera. Irónicamente, será la etapa de la que menos registro quede con el paso del tiempo. Es que a excepción del propio artista, nadie conoce la totalidad de su obra. El heterodoxo destino de las esculturas y la reserva de sus compradores dificultan el seguimiento. Pero el principal obstáculo es el deterioro de las figuras: ellas, como todo organismo, tarde o temprano envejecen y mueren. Esa fugacidad generará duras críticas, a las que Wolrat responderá (no sin sarcasmo) que todo se debe a su excesiva dedicación: deja tanto en sus obras que hasta les trasmite su propia mortalidad.


La mayoría fallece por vejez, pero otras sucumben prematuramente, producto de una infección, el veneno de algún saboteador o alguna autoridad aduanera. A estas últimas les espera el peor de los finales: una inyección letal y una posterior incineración. Para evitar esas pérdidas irreparables, Wolrat refuerza sus contactos en los puertos de cada continente. Pero sus esfuerzos son insuficientes: con el correr de las décadas, decenas de esculturas acaban reducidas a cenizas. Irónicamente, ese final que para tantas significa el olvido, será para sus últimas obras una fuente de difusión masiva. Y será también, gracias a una nueva paradoja, el comienzo del fin para el artista latinoamericano.


La primera de las figuras en cuestión es Salvaje paisaje de Buenos Aires, perteneciente a una serie en la que Wolrat se propone reproducir, en carne y hueso, paisajes rurales o urbanos. En este caso la ciudad retratada es (como el título indica) Buenos Aires, cuyos edificios más emblemáticos aparecen representados con texturas que imitan la piel de diversos animales. Ensayos enteros (como Paysages et biologie de Kettline Longueville o Anatomía urbana de Alfredo Ballota) se escribirían sobre la correspondencia de cada construcción con una especie determinada. Para ellos, las simetrías no son casuales: son analogías con las que Wolrat define el rol de cada institución dentro de la gran urbe.

La complejidad de esa estructura, y el tamaño que implica, dificultan su traslado. Sin embargo Wolrat, ya acostumbrado a estas eventualidades, logra ocultar la pieza en un enorme contenedor. Así, la obra atraviesa el Pacífico sin ser descubierta. Pero su suerte cambia al llegar a Osaka, donde reside su comprador, el diplomático nipón Shigeki Kaneshiro. Ahí, la policía aduanera descubre la escultura dentro del cajón metálico y la incinera. La obra ha desaparecido, pero sus fotografías, tomadas por los oficiales durante la confiscación, se filtran y recorrer el mundo entero.


La segunda escultura que los aduaneros popularizan involuntariamente es Círculo de humanidad, una figura antropomórfica con una enorme cabeza en forma de anillo. Esta gigantesca testa está conformada por diecisiete rostros humanos superpuestos entre sí: antes de que termine una cara comienza a formarse otra, de manera que el ojo izquierdo de un rostro es, a su vez, el ojo derecho del siguiente. El resto del cuerpo respeta la anatomía humana, a excepción de los brazos, de cuyos largos dedos brotan pequeñas manos, gordas como las de un bebé.


Esa estructura genera una pieza más pequeña que Salvaje paisaje de Buenos Aires. Pero la diferencia de tamaño no alterará su fortuna: Círculo de humanidad, antes de reunirse con su comprador en Francia, es confiscada por la aduana y reducida a cenizas mientras sus fotografías se divulgan globalmente.


Con esa difusión masiva, la continuidad de Wolrat como escultor genético, que por varias décadas había sido un mito, queda cabalmente demostrada. Los ecologistas renuevan su indignación y se proponen acabar con sus prácticas definitivamente. La justicia francesa, rápida de reflejos, procesa al escultor argentino por la creación y frustrada venta de Círculo de humanidad, y solicita al gobierno boliviano que lo extradite. Wolrat, debilitado por la vejez, le pide a Huanquilla, su antiguo colaborador, que lo ayude a fugarse. Pero los intereses del empresario boliviano han cambiado: como asiduo cooperador del presidente Torrico, decide entregar a Wolrat para mejorar la alicaída imagen del gobernante, en plena campaña hacia su reelección.


Así, el escultor argentino acaba deportado a Francia y su laboratorio, lleno de esculturas en distintos grados de desarrollo, queda abandonado. La salud de Wolrat es ahora deplorable, y la justicia gala apresura el proceso para juzgarlo en vida. Mientras tanto, pequeños grupos de manifestantes se congregan en las calles de París. El repudio hacia la escultura genética ya no es unánime como décadas atrás, durante las primeras muestras de Wolrat en Buenos Aires: además de las conocidas voces de protesta, aparecen otras de apoyo, para quienes encarcelar al artista argentino es tan absurdo como condenar a un cultivador de bonsái. Los argumentadores, de diversos intereses, crecen día a día en ambos bandos y la discusión es cada vez más virulenta. Poco después, como si el propio Wolrat se viera debilitado por ese forcejeo, la muerte lo sorprende en la cárcel. La placidez de su final contrasta con los disturbios que inquietan las calles: solo en su celda, se queda dormido una noche para nunca despertar.


Sus seguidores, diseminados por el mundo como sus propias obras, lamentan su deceso. Los periodistas argentinos, menos interesados en la obra de Wolrat que en el infrecuente hecho de que un artista nacional sea reconocido mundialmente, le dedican grandilocuentes informes. Los críticos, que prefieren a los artistas muertos sobre los vivos porque no pueden desaprobar sus observaciones, lo elevan al lugar de visionario.


Wolrat ha muerto, pero su legado acaba de nacer. Sus imitadores se multiplican y, en la ciudad china de Tianjin, un grupo de biólogos emprende los primeros esfuerzos para clonar sus obras. Mientras tanto, en su ruinoso laboratorio en Bolivia, las esculturas, abandonadas en un ambiente inhóspito, acompañan a su creador con sus propias muertes. Aunque no todas sufren el mismo destino: unas pocas, de formas geométricas y pertenecientes al comienzo de la carrera de Wolrat, sobreviven inexplicablemente. No sólo se adaptan al ambiente que las rodea, sino que logran reproducirse espontánea y velozmente. Y en cuestión de meses, se esparcen por toda la selva, integrándose al ecosistema preexistente.

Previsiblemente, la polémica no es ajena al enigmático episodio. Los opositores ven el incidente como un nuevo atropello contra la naturaleza; sus seguidores, en contraste, exculpan a Worat y condenan a la justicia boliviana por la apresurada captura del artista. Pero otros, menos interesados en la moralidad de la historia, toman el evento como una etapa póstuma en la carrera de Wolrat. En ella, encuentran su triunfo definitivo como autor: luego de que la vida originara tantas obras de arte, por una vez fue el arte quien engendró la vida.