sábado, 5 de octubre de 2013

domingo, 28 de noviembre de 2010

Las artes genéticas

Llegó la hora del segundo cuento.


Las artes genéticas es la breve biografía de Emiliano Wolrat, un desdichado artista del futuro que usa la ingeniería genética para crear esculturas vivientes.

Este cuento me ha otorgado varias revelaciones. Una de ellas es que el mal gusto no es monopolio de los mexicanos: en España, Las artes genéticas fue ganador del XVII Certamen Literario Nacional Villa de Periana.

Además, fue publicado en las revistas El Maquinista de la Generación (España) y Próxima (Argentina).


(El cuento puede leerse a continuación o descargarse en formato Word, haciendo click aquí.)




Las artes genéticas


Repudiado y alabado por igual, Emiliano Wolrat es uno de esos artistas reconocidos a destiempo, póstumamente. Hoy sus herederos disfrutan de la riqueza y el prestigio, y a sus mediocres imitadores les basta con algún plagio deslucido para llenarse los bolsillos. Pero la experiencia del propio Wolrat fue muy distinta: para el pionero de lo que hoy conocemos como escultura genética, su carrera fue una inagotable suma de rechazos y persecuciones.


Cuesta creer que todavía se cuestione su figura. No faltan los críticos que descreen de su genio artístico, y le atribuyen sus logros a su origen geográfico. Argumentan que Colin Hignett, y en menor medida Karim Gazeau, habían emprendido, antes que Wolrat, proyectos de similares características. De no haber sido por las duras leyes europeas (dueñas del más moderno conservadurismo) hubieran sido ellos, y no el argentino, los verdaderos pioneros. De ahí que tomen sus logros como un hecho fortuito, producto de la legislación sudamericana, laxa y primitiva. Su conclusión es audaz, pero fácilmente refutable: apenas un vistazo a las mediocres carreras de Hignett y Gazaue basta para advertir que, aun con las leyes a su favor, jamás hubieran cumplido sus desmedidas aspiraciones.


También hay quienes subestiman el vanguardismo de Wolrat. Señalan que, ya en ese entonces, las modificaciones estéticas eran habituales para la ingeniería genética. Las tiendas de mascotas estaban atestadas de animales transgénicos: gatos rojos, perros de dos colas, hipocampos fosforescentes, tortugas con pelaje y conejos con escamas. Incluso se había hecho de esa estupidez una cuestión de estado: por ejemplo, la ciudad de San Salvador era famosa por sus palomas azules, introducidas por el Dr. Emerson Aguirre con el implícito apoyo del gobierno salvadoreño. Pero esas modificaciones eran caprichosas y superficiales, relegaban la estética a un lugar accesorio. Por lo tanto, cuestionar el carácter innovador de Wolrat, más que probar la perspicacia de los analistas, evidencia su ignorancia. Son esas imprecisiones las que me mueven a escribir estas líneas. Espero que mi humilde reseña ayude a desterrarlas.


Muchas bibliografías se empeñan en demostrar la prematura inclinación de los artistas por sus disciplinas, como si la vocación fuera sinónimo de talento. No es el caso de Wolrat: su interés por la plástica nace cuando es un estudiante universitario. Esta primera incursión es breve: a las pocas semanas abandona los pinceles para focalizarse en la carrera de ingeniería genética. De ese período quedarán unas pocas pinturas, de dudosa intención y aún más dudoso resultado.


Recién cuatro años después, sus dos pasiones (aparentemente irreconciliables) confluirán en un mismo proyecto. Describir los resultados de esa iniciativa sin desarrollar su base teórica es un error común de la prensa, que no imitaré. Para dicho fin, la analogía que establece Wolrat entre la historia del arte y la maduración del hombre (que los docentes de plástica repetirían holgazanamente) podrá sonar despectiva y presuntuosa, pero es innegablemente didáctica.


Según el escultor rioplatense, el arte nace de la atracción del hombre por la naturaleza. Del deseo de imitar su belleza y hacerla propia, se origina la plástica. El hombre recorrerá siglos enteros con ese anhelo, desarrollando un período que Wolrat equipara con la infancia: el niño (la humanidad) admira a su padre (la naturaleza), aspira a ser como él. Pero esa actitud cambia cuando llega la adolescencia y el aprecio es reemplazado por la rebeldía. El joven intenta distanciarse de su viejo modelo, desoír sus preceptos. Lo único que importa es diferenciarse, aunque sea superficialmente: la trasgresión no es un medio sino un fin en sí mismo. En la historia de la plástica, la adolescencia es el arte abstracto: los autores reniegan de la naturaleza, escapan de sus formas. Pero para Wolrat, ese período, como la adolescencia, no es un destino definitivo sino una mera evasión. En la verdadera etapa final (la adultez) el hombre se desprende de la influencia paterna: no la apoya ni la resiste, recorre un camino propio. Esa independencia lo lleva, inevitablemente, a modificar el mundo de sus padres. El equivalente a ese período en la historia del arte es, según Wolrat, la escultura genética. Una etapa donde el hombre ya no imita ni escapa de la naturaleza: la gobierna y la modifica, le impone su propia estética.


Para alcanzar esa autonomía, Wolrat se propone analizar, objetivamente, el mérito artístico de los organismos naturales. Rápidamente advierte que la anatomía de todo ser vivo está determinada por un criterio utilitario. Bocas, ojos, manos, colas, dedos, uñas, picos, penes, orejas, dientes, vaginas y escamas no son más que funcionales a fines biológicos. Por ende, su valor estético es más un accidente que una consecuencia de su diseño. En ese momento, Wolrat decide que sus creaciones no respetarán esos parámetros sino otros, acordes a sus objetivos artísticos.

Esa conclusión será la base teórica de su futura obra. Pero para plasmarla, necesita una técnica. Así comienza, a los veintiocho años de edad, una etapa en la que Wolrat se dedica a construir, a través de la manipulación genética, organismos inmóviles que sobrevivan con la menor cantidad de órganos internos posibles. Su objetivo es reducir la estructura interna al mínimo para diseñar la estructura restante con libertad. Es un proceso extenso, cuya complejidad excede mis limitados conocimientos de biología (para una descripción metódica y detallada, sugiero la lectura de The Fundamentals of Living Art del canadiense Reid Sharpe). Casi dos décadas de bocetos y piezas inconclusas le cuestan a Wolrat superar esa etapa de preparación y liberar, finalmente, su reprimida creatividad.


Su primera muestra (financiada por el mismo) tiene lugar en una pequeña galería de San Telmo. El objetivo de esa exposición, titulada El nacimiento de la geometría, es modesto pero emblemático: esculturas de aspecto simple y geométrico sintetizan el propósito de toda su obra: la humanidad imponiéndole sus propias formas a la naturaleza. La línea recta y todas sus derivaciones, creaciones artificiales del hombre, dejan de ser objetos inanimados para transformarse en formas vivientes. La contundencia de su mensaje, así expresado, parece indubitable. Pero el público no lo percibe y la exposición pasa inadvertida durante varias semanas. Los pocos periodistas que la visitan lo confunden con un escultor minimalista y ni se molestan en escribir una reseña.


A lo largo de la historia, muchos críticos se han atribuido el dudoso mérito de descubrir a tal o cual artista. A Wolfat, sin embargo, no lo halla la crítica sino la ecología: días antes de finalizar la muestra en San Telmo, un grupo de ambientalistas se manifiesta contra su obra, calificándola de cruel y atroz. Su número es escaso, pero lo compensan con cánticos agresivos y contundentes proyectiles que aterrizan sobre la galería. Wolrat, atemorizado, se atrinchera en su propia exposición, esperando que los ánimos se apacigüen. Pero cuando las horas pasan sin tregua, decide salir a la calle y confrontar a sus detractores. Intenta señalarles que sus esculturas no tienen conciencia ni sentimientos, pero su discurso es interrumpido por una lluvia de botellas y pancartas. La trifulca es breve, porque la policía no tarda en apersonarse y disgregarla. Pero por más modesto que haya sido el incidente, los medios locales logran magnificarlo. Wolrat es un blanco fácil y la crítica, que años más tarde lo celebrará, lo vapulea. La polémica es intensa, aunque tras unos chatos debates mediáticos (de los que Wolrat no participa) se evanesce. Los meses posteriores transcurren en un silencio absoluto: el escultor no se muestra públicamente y sus opositores se regocijan imaginando un retiro prematuro. Pero Wolrat, lejos de rendirse, prepara una nueva muestra.


Esa segunda exposición, titulada Variaciones, está integrada por figuras antropomorfas, simplificaciones del cuerpo humano en las que confluye la anatomía real del hombre con la simpleza geométrica de su muestra anterior. Los desprevenidos las confunden con caricaturas, pero se equivocan: no son representaciones sino auténticas modificaciones de la anatomía humana. Wolrat ha tomado la complexión del hombre como borrador para crear variaciones de carne y hueso, tan orgánicas como el original. El resultado es una serie de organismos con componentes alterados (ojos cuadrados, dientes negros, brazos en espiral), suprimidos (caras sin ojos, manos sin dedos, cuellos sin cabeza), magnificados (pies gigantes, cabezas diminutas, uñas largas como brazos) o multiplicados (lenguas con doce puntas, cabezas con cuatro bocas, ojos con varias pupilas).


Esas imágenes, artificiales pero materializadas en cuerpos vivos, escandalizan al público. Los detractores se sienten desafiados y redoblan sus ofensivas: destrozan el frente de la galería y realizan una manifestación frente al domicilio de Wolrat. Todo esto ocurre en una semana insípida a nivel informativo y los medios, faltos de noticias, llenan el vacío con la polémica muestra. Rápidamente, la controversia pierde su localismo y se extiende a todo el mundo. En cuestión de días, científicos y críticos de arte se encuentran en la extraña posición de discutir entre sí. Con aún mayor sorpresa, descubren que opinan básicamente lo mismo. El repudio hacia Wolrat es casi unánime. Greenpeace y Friends of the Earth lo denuncian, y la débil voz del papa lo condena. La Unión Europea tilda sus prácticas de atroces y critica duramente la legislación argentina por consentirlas. Cuando chinos, rusos y norteamericanos siguen los mismos pasos, el Congreso de la Nación Argentina, frente a la abrumadora presión diplomática, aprueba una ley que las proscribe.


Las consecuencias para Wolrat son previsibles: la prohibición (como siempre sucede) lo populariza. Las fotografías de sus esculturas saturan Internet y el artista argentino se vuelve, de la noche a la mañana, una figura de culto. Los imitadores no tardan en aparecer, pero la mayoría fracasa: la escultura genética requiere una pericia y una tenacidad que sólo algunos virtuosos poseen. Para esos pocos, el porvenir no es más favorable: sus oficinas son clausurados y ejemplificadoras condenas los ponen tras las rejas.


Wolrat sabe que es hora de redoblar la apuesta, pero continuar con sus actividades en Buenos Aires es imposible. Con varios procesos judiciales en su contra, parte hacia el norte y cruza ilegalmente la frontera con el Paraguay. Wolrat fantasea con un nuevo laboratorio en suelo guaraní, pero sus planes cambian pronto. Sus asesores lo convencen de instalarse en el país vecino de Bolivia, en parte por la permisividad de su sistema judicial, pero principalmente por el apoyo económico que le ofrece Roberto Huanquilla, un polémico empresario vinculado al narcotráfico. Gracias a su mecenazgo, Wolrat construirá, en la selvática región de Los Yungas, un laboratorio a su medida. Instalado en ese atelier secreto, retomará su obra tras dos años de forzada inactividad.


En esta nueva etapa, su propuesta creativa se mantiene, pero cambian sus métodos de difusión. Ya no se dedica a las muestras públicas que tan traumáticas le han resultado, sino a la venta privada, muchas veces por encargo, de sus obras. La ilegalidad casi universal de la escultura genética lo fuerza al contrabando y no son pocas las piezas que quedan en el camino, confiscadas por alguna autoridad aduanera. Esas dificultades transforman las esculturas de Wolrat en un signo de poder: poseerlas es haber vulnerado los más estrictos mecanismos de control. Los elevados precios refuerzan esa impresión y restringen la clientela. Pocos pueden pagarlos, pero están ahí: son magnates de los más diversos rincones del mundo.


Gracias a esa afluencia económica, Wolrat desarrollará el período más extenso y prolífico de su carrera. Irónicamente, será la etapa de la que menos registro quede con el paso del tiempo. Es que a excepción del propio artista, nadie conoce la totalidad de su obra. El heterodoxo destino de las esculturas y la reserva de sus compradores dificultan el seguimiento. Pero el principal obstáculo es el deterioro de las figuras: ellas, como todo organismo, tarde o temprano envejecen y mueren. Esa fugacidad generará duras críticas, a las que Wolrat responderá (no sin sarcasmo) que todo se debe a su excesiva dedicación: deja tanto en sus obras que hasta les trasmite su propia mortalidad.


La mayoría fallece por vejez, pero otras sucumben prematuramente, producto de una infección, el veneno de algún saboteador o alguna autoridad aduanera. A estas últimas les espera el peor de los finales: una inyección letal y una posterior incineración. Para evitar esas pérdidas irreparables, Wolrat refuerza sus contactos en los puertos de cada continente. Pero sus esfuerzos son insuficientes: con el correr de las décadas, decenas de esculturas acaban reducidas a cenizas. Irónicamente, ese final que para tantas significa el olvido, será para sus últimas obras una fuente de difusión masiva. Y será también, gracias a una nueva paradoja, el comienzo del fin para el artista latinoamericano.


La primera de las figuras en cuestión es Salvaje paisaje de Buenos Aires, perteneciente a una serie en la que Wolrat se propone reproducir, en carne y hueso, paisajes rurales o urbanos. En este caso la ciudad retratada es (como el título indica) Buenos Aires, cuyos edificios más emblemáticos aparecen representados con texturas que imitan la piel de diversos animales. Ensayos enteros (como Paysages et biologie de Kettline Longueville o Anatomía urbana de Alfredo Ballota) se escribirían sobre la correspondencia de cada construcción con una especie determinada. Para ellos, las simetrías no son casuales: son analogías con las que Wolrat define el rol de cada institución dentro de la gran urbe.

La complejidad de esa estructura, y el tamaño que implica, dificultan su traslado. Sin embargo Wolrat, ya acostumbrado a estas eventualidades, logra ocultar la pieza en un enorme contenedor. Así, la obra atraviesa el Pacífico sin ser descubierta. Pero su suerte cambia al llegar a Osaka, donde reside su comprador, el diplomático nipón Shigeki Kaneshiro. Ahí, la policía aduanera descubre la escultura dentro del cajón metálico y la incinera. La obra ha desaparecido, pero sus fotografías, tomadas por los oficiales durante la confiscación, se filtran y recorrer el mundo entero.


La segunda escultura que los aduaneros popularizan involuntariamente es Círculo de humanidad, una figura antropomórfica con una enorme cabeza en forma de anillo. Esta gigantesca testa está conformada por diecisiete rostros humanos superpuestos entre sí: antes de que termine una cara comienza a formarse otra, de manera que el ojo izquierdo de un rostro es, a su vez, el ojo derecho del siguiente. El resto del cuerpo respeta la anatomía humana, a excepción de los brazos, de cuyos largos dedos brotan pequeñas manos, gordas como las de un bebé.


Esa estructura genera una pieza más pequeña que Salvaje paisaje de Buenos Aires. Pero la diferencia de tamaño no alterará su fortuna: Círculo de humanidad, antes de reunirse con su comprador en Francia, es confiscada por la aduana y reducida a cenizas mientras sus fotografías se divulgan globalmente.


Con esa difusión masiva, la continuidad de Wolrat como escultor genético, que por varias décadas había sido un mito, queda cabalmente demostrada. Los ecologistas renuevan su indignación y se proponen acabar con sus prácticas definitivamente. La justicia francesa, rápida de reflejos, procesa al escultor argentino por la creación y frustrada venta de Círculo de humanidad, y solicita al gobierno boliviano que lo extradite. Wolrat, debilitado por la vejez, le pide a Huanquilla, su antiguo colaborador, que lo ayude a fugarse. Pero los intereses del empresario boliviano han cambiado: como asiduo cooperador del presidente Torrico, decide entregar a Wolrat para mejorar la alicaída imagen del gobernante, en plena campaña hacia su reelección.


Así, el escultor argentino acaba deportado a Francia y su laboratorio, lleno de esculturas en distintos grados de desarrollo, queda abandonado. La salud de Wolrat es ahora deplorable, y la justicia gala apresura el proceso para juzgarlo en vida. Mientras tanto, pequeños grupos de manifestantes se congregan en las calles de París. El repudio hacia la escultura genética ya no es unánime como décadas atrás, durante las primeras muestras de Wolrat en Buenos Aires: además de las conocidas voces de protesta, aparecen otras de apoyo, para quienes encarcelar al artista argentino es tan absurdo como condenar a un cultivador de bonsái. Los argumentadores, de diversos intereses, crecen día a día en ambos bandos y la discusión es cada vez más virulenta. Poco después, como si el propio Wolrat se viera debilitado por ese forcejeo, la muerte lo sorprende en la cárcel. La placidez de su final contrasta con los disturbios que inquietan las calles: solo en su celda, se queda dormido una noche para nunca despertar.


Sus seguidores, diseminados por el mundo como sus propias obras, lamentan su deceso. Los periodistas argentinos, menos interesados en la obra de Wolrat que en el infrecuente hecho de que un artista nacional sea reconocido mundialmente, le dedican grandilocuentes informes. Los críticos, que prefieren a los artistas muertos sobre los vivos porque no pueden desaprobar sus observaciones, lo elevan al lugar de visionario.


Wolrat ha muerto, pero su legado acaba de nacer. Sus imitadores se multiplican y, en la ciudad china de Tianjin, un grupo de biólogos emprende los primeros esfuerzos para clonar sus obras. Mientras tanto, en su ruinoso laboratorio en Bolivia, las esculturas, abandonadas en un ambiente inhóspito, acompañan a su creador con sus propias muertes. Aunque no todas sufren el mismo destino: unas pocas, de formas geométricas y pertenecientes al comienzo de la carrera de Wolrat, sobreviven inexplicablemente. No sólo se adaptan al ambiente que las rodea, sino que logran reproducirse espontánea y velozmente. Y en cuestión de meses, se esparcen por toda la selva, integrándose al ecosistema preexistente.

Previsiblemente, la polémica no es ajena al enigmático episodio. Los opositores ven el incidente como un nuevo atropello contra la naturaleza; sus seguidores, en contraste, exculpan a Worat y condenan a la justicia boliviana por la apresurada captura del artista. Pero otros, menos interesados en la moralidad de la historia, toman el evento como una etapa póstuma en la carrera de Wolrat. En ella, encuentran su triunfo definitivo como autor: luego de que la vida originara tantas obras de arte, por una vez fue el arte quien engendró la vida.

viernes, 27 de agosto de 2010

Praga, República Checa

Más fotos tomadas con mi camarita hogareña. En este caso de Praga (hermosa ciudad).





jueves, 15 de abril de 2010

Puentes de Brazos

Bueno, ahí va el primer cuento, uno cortito, para los más vagos.

Les comento que es de ciencia ficción y trata sobre una especie lejana y olvidada, cuyas construcciones, desde el más monumental edificio hasta el más minúsculo utensilio, están hechos con partes de sus propios cuerpos.

En lo que constituye un claro abuso del azar, este relato ganó en México el IV Premio Julio Verne. Además, será parte de mi primer libro de cuentos, que saldrá a la venta en algún momento. Sí, "en algún momento", puntual, sin demoras.

Bueno, pero si va a salir en el libro, ¿por qué adelantarlo en esta página?

Yo, que tengo cierta deficiencia mental, a veces pienso en mi librito de cuentos como si fuera un disco de rock. Cuando caigo en ese delirio, imagino que este relato es una especie de primer single. Aunque este single, en vez de sonar por la radio, está perdido en esta modesta página.

(El cuento puede leerse a continuación o descargarse en formato Word, haciendo click aquí.)



Puentes de Brazos

La historia, que como un buen narrador gusta de las progresiones dramáticas, sabe que todo acontecimiento debe ser superado, tarde o temprano, por uno nuevo. Innumerables ejemplos pueblan los anales de la Tierra: el bombardeo fascista sobre Guernica, una vez emblemático, fue eclipsado por Hiroshima y Nagasaki; la invención de la maquina de escribir, antes revolucionaria, se tornó banal con el advenimiento de la informática; y el otrora paradigmático descubrimiento de América resultó anecdótico tras el desembarco en Segniva.

El oficio del traductor, aunque no tan llamativo como el del soldado, el marino o el inventor, también ha enfrentado desafíos progresivamente más complejos. El caso más significativo quizás sea Wrutfja jka Rjeburwia, texto fundamental de la cultura tjwerina que narra la edificación de su principal metrópoli y, a través de ella, los fundamentos de la civilización toda. Algunos traductores (como Alberto Cambero) le han dado el título de La construcción de Rjeburwia, otros (con mayor acierto), La animación de Rjeburwia. Alden Borzage, quien fuera el primero en verter el libro al inglés, afirma que su complejidad hace ver la traducción del disco de Phaistos o las tablillas en lineal A como meras trascripciones.

No es fácil definir aquellas dificultades escuetamente. Ulrich Schreiber, en su ensayo Die Tjwerinerin, argumenta que los términos del lenguaje tjwerino, al estar construido sobre una cultura tan diferente a cualquiera de nuestro planeta, no tienen equivalentes en nuestros idiomas. Las lenguas terrícolas, detrás de las divergencias superficiales, ya sean gramaticales, semánticas, fonéticas u ortográficas, ocultan haber sido creadas por civilizaciones muy similares, por individuos de una misma especies que comparten no sólo características biológicas sino conceptos abstractos acumulados durante milenios de existencia. Ideas como la libertad, la muerte, el amor, la suerte o el alma son comunes a todas las lenguas humanas. El idioma tjwerino, que desconoce esos conceptos, tiene su propio repertorio de abstracciones. Trasladar aquellas nociones de un idioma a otro es una tarea casi inasequible, como explicar un soneto con lenguaje matemático.

Por eso se requieren ciertas nociones básicas sobre la biología tjwerina para adentrarnos en su lenguaje. En primer lugar, debemos entender que estos organismos simplemente no pueden morir. Cada vez que un tjwerino pierde una parte de su cuerpo, la misma vuelve a crecer; y si bien la regeneración no es instantánea, la misma ocurre sin excepción, sea cual sea la parte cortada. Tan sólo alimentarse de los componentes inorgánicos del ambiente les basta para recomponer los tejidos originales y recuperar su anatomía completa.

De ahí que resulte tan difícil explicarle a un tjwerino el concepto de la muerte. El hombre, que la conoce, puede identificar la inmortalidad como la ausencia de la misma. Pero para quien la vida es un fenómeno invariable que no conoce principios ni finales, la muerte resulta tan inimaginable como una moneda de una sola cara o un color fuera del espectro visible.

Esto está íntimamente relacionada con el rasgo más distintivo de la cultura tjwerina: todas sus creaciones materiales, desde las más simples (recipientes y utensilios) hasta los más complejos (vehículos, edificios y monumentos), son construidas con partes de sus propios cuerpos. La regeneración indefectible de todo componente físico hace de los tjwerinos su propia material prima, su propia fuente de recursos inagotables. De ahí que la mutilación (me veo obligado a utilizar este término pese a sus negativas connotaciones, ajenas a su correspondiente en el lenguaje tjwerino) no sea vista como una pérdida o una herida sino como un acto constructivo y enriquecedor. Un cuerpo mutilado e incompleto no es considerado antiestético; al contrario, se lo valora como un signo de actividad y progreso. En contraste, uno completo y entero es visto como una muestra de dejadez e inoperancia.

Por otro lado, los tjwerinos (cuyo origen se desconoce) tienen una demografía absolutamente invariable. Su población no se altera con el paso del tiempo: ningún individuo puede desaparecer, ni pueden aparecer otros nuevos. La procreación es, por lo tanto, otra noción inconcebible para los tjwerinos. Habiendo comprendido este punto, llegamos a una nueva conclusión: la inmortalidad y el carácter invariable de la demografía tjwerina anulan los instintos fundamentales de cualquier raza terrestre: la reproducción y la supervivencia. La inexistencia de esos dos factores da lugar a singulares objetivos para la especie, desconocidos para el hombre.

Para entender esas metas, es necesaria la lectura de La animación de Rjeburwia, cuyo valor no se desprende del argumento (en términos generales lineal y repetitivo) sino de los detalles sobre la civilización que aparecen durante la trama. Los primeros capítulos narran la llegada de los tjwerinos a las tierras que pronto albergarán su colosal ciudad. El territorio se ubica en una isla del planeta Niwra, que los constructores conectan al continente a través de diecisiete puentes, compuestos de millones de brazos encastrados. Diversos traductores y estudiosos coinciden en que esta sección es clave para comprender la filosofía tjwerina. Ya en los primeros pasajes resulta evidente que las construcciones no son un medio para alcanzar un fin, sino un fin en sí mismo. El puente de brazos, por ejemplo, no existe para que los individuos puedan trasladarse; por el contrario, los tjwerinos lo recorren para que el puente sea, para que a través del uso defina su existencia. Schreiber le atribuye esa particular perspectiva al carácter inalterable de la especie. Al no poder progresar biológicamente, los tjwerinos deben colocar el objeto de su existencia fuera de sí mismos. Como si el agua o el aire tuvieran lucidez y, concientes de su carácter esencial para la vida, se hicieran beber o respirar intencionalmente.

En aquellos pasajes surge también el término Rjeburwia, que no sólo designa las diecisiete plataformas, sino la ciudad en general. Suele traducirse (previsiblemente) como Puentes de Brazos, aunque se trata, en realidad, de una aproximación. Si somos estrictos, debemos destacar que los tjwerinos no se refieren a las construcciones por sus componentes. Por el contrario, se refieren a los distintos elementos como partes desmembradas de lo que están destinados a formar. De ahí que llamen a los cabellos trozo de alfombra o a las dentaduras punta de rastrillo o a las uñas pieza de mosaico o a los tentáculos tramo de soga o a la sangre cemento húmedo.

Ese particular vocabulario abunda en los capítulos centrales, donde se describe la formación del edificio principal, que marca la estructura de toda la metrópoli. Se trata de una construcción de forma esférica, cuyo rasgo principal es una enorme cúpula compuesta de millones de pies. Finalizado su levantamiento, el texto refiere la construcción del resto de la ciudad, tramo en el cual se torna notoriamente monótono y reiterativo. Pero estas repeticiones no son arbitrarias ni casuales, sino un fiel reflejo de la estructura general: toda la urbe es una versión magnificada del edificio principal, dividida en decenas de esféricas capas concéntricas. Esa forma globular divide la ciudad en dos hemisferios, uno subterráneo y otro sobre la superficie. Ambos son atravesados por innumerables conductos que constituyen la principal vía de transporte de los tjwerinos.

Una vez completada esa red, Rjeburwia se considera finalizada y tan sólo resta un último capítulo. Esas páginas finales (que algunos califican de apócrifas) rompen con la linealidad preestablecida y suscitan las más diversas interpretaciones. Ya en las primeras líneas se establece con claridad el nuevo conflicto: los tjwerinos son invadidos por una raza desconocida que apenas pueden comprender. Esa doble extrañeza, la de lo analizado (los invasores) y la de quien lo describe (los tjwerinos) genera irreconciliables diferencias de apreciación. Innumerables son las especies que los analistas proponen como posibles agresores, pero esas suposiciones son secundarias. Schreiber sostiene (acertadamente) que el verdadero eje es la reacción de los tjwerinos al encontrarse, por primera vez, con una civilización diferente. Algunos, apoyados en la cuestionable teoría de que cualquier materia puede reducirse a dos posturas contrapuestas, afirman que esa cultura es análoga a la humana.

Siguiendo aquella hipótesis, Alden Borzage interpreta la usurpación de la siguiente manera: acostumbrados al combate físico y la lucha armada, los invasores habían planificado un avance bélico sobre los tjwerinos. Pero se sorprendieron ante la actitud apática de sus víctimas, que no se protegían activamente ni se mostraban afectados por las lesiones físicas recibidas. Detrás de esa displicencia hacia el combate los invasores imaginaron un poder inconmensurable, tan superior que se entretenía contemplando la perplejidad del adversario. Pero la realidad, dice Borzage, era más simple e incomprensible. Los tjwerinos no entendían la guerra, no comprendían que las heridas corporales, tan triviales y pasajeras, pudieran ser un instrumento para la conquista de una civilización. Les resultaba inconcebible ver una amputación o un traumatismo como motivo de preocupación, en lugar de entusiasmo y optimismo. Sin embargo, los invasores no advirtieron esa perspectiva, y quisieron alfabetizarlos con cruentas torturas, enseñarles a golpes el universal lenguaje de la guerra. Recién tras largos meses de vanos intentos entendieron que no debían quitarles la ciudad a los tjwerinos, sino los tjwerinos a la ciudad. Ese cambio de objetivo les permitió elaborar un nuevo plan, que acabó con los nativos arrojados fuera de la atmósfera, Rjeburwia reducida a escombros y la consiguiente victoria de los invasores.

Superado ese punto, el final de la obra, según Borzage, puede describirse como cíclico. Los tjwerinos, luego de vagar largamente por el vacío del cosmos, aterrizan en distintos cuerpos celestes y reinician desde ahí, solos o agrupados, la construcción de la ciudad perdida. Pero no todos coinciden con el traductor inglés: muchos creen que aún no poseemos elementos suficientes para analizar esos pasajes del texto; otros conjeturan que los capítulos finales no son más que una alegoría.

Similares divergencias (cuyas ramificaciones exceden este modesto artículo) surgen en torno a otros aspectos del libro, como la ubicación temporal y espacial de los hechos narrados o la fisonomía de los tjwerinos. Hasta el tamaño de las criaturas es motivo de debate: algunos los imaginan altos como un humano, otros con el volumen de una manzana. Pero también hay quienes dicen que son microscópicos, que Niwra no es uno sino todos los planetas y que no hay en el mundo piedra, grano de tierra o arena que no haya pertenecido, alguna vez, a un cuerpo tjwerino.

lunes, 12 de abril de 2010

Valencia, España

¿Cómo? ¿No era de cuentos este maldito blog?

Bueno, sabrá entender usted, estimado cibernauta, que soy un boludo ecléctico y, como tal, necesito expandir mi estupidez en varias disciplinas.

Hecha esta aclaración, lo invito a compartir unas fotografías que tomé en diciembre del año pasado, en la Ciudad de las Artes y las Ciencias, en Valencia.